El verano de los poligoneros y la vida que se nos viene

Un salvadoreño, un venezolano, un ecuatoriano y un boliviano están compartiendo cerveza -unos botes que terminarán después en una bolsa habilitada para basura- en la acera de una calle, en una tarde tórrida de un domingo interminable. Los bares están cerrados, o quedan demasiado lejos para la temperatura que desprende el asfalto. Un ciudadano chino que se acaba de mudar a una casa de la misma acera y cuya puerta está a pocos metros del corrillo, sale y entra de la misma con aspecto cansado, presumiblemente recién despertado de la siesta (puede que esto sea una proyección cultural mía). Ante la cercanía del contubernio a su puerta, uno de los integrantes del mismo sentencia hacia dentro, con sorna pero al mismo tiempo sin maldad: que se vaya acostumbrando a la cultura española. La anécdota daría para iniciar un libro pero evidencia un tópico, no por tópico menos cierto: San Blas-Canillejas, como en general en Madrid, el verano queda inaugurado cuando la gente prefiere pasar considerablemente más tiempo en la acera que en su casa, con silla de bar o sin ella. Aclaro que no hace falta que haya cerveza, refresco o helado de por medio: estar en la calle es transversal e independiente de que se tome algo o no. Lo que para quienes somos del sur es un acto habitual, para los madrileños es un acontecimiento, como la apertura de las piscinas públicas.

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Pero verano es verano, y vacaciones son otra cosa. Cambiemos la abstracción feliz y neutra y pongamos un poco de contexto. Estas vacaciones -para quienes tengan la suerte de tenerlas- se presentan insoportablemente llenas de incertidumbre para un amplio espectro de la población. Hay que ir trazando un plan, mejor varios, desde las aceras y desde los asientos mullidos, porque definitivamente hemos entrado en otro túnel del terror para el que vamos a necesitar apoyo mutuo, ideas y acciones. En realidad, lo preocupante no parecen ser, o no solo son, las vacaciones -si hay que pasarlas en la acera, pues bueno-, sino lo que viene después, que en realidad estamos viendo ya. La inflación nos está comiendo en la luz, la gasolina, el precio de los alquileres (nada por debajo de 500 euros/mes con un mínimo de 40m2 en estos momentos en uno de los portales de referencia) y, en general, casi toda la cesta de la compra, compres lo que compres.

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Alrededor de 2005-2006, la mayor parte de la gente que conocí compartiendo coche lo hacía por convicción ecológica. A partir de esa fecha, y sobre todo desde la crisis de 2008 (         que ya jodió la vida a bastantes), el ideal ecológico de la chavalería estudiantil y los boomers asalariados fue desplazado claramente por la motivación económica. El último escalón del descenso del consumo empieza en este 2022 y terminará con todos, coches y personas, en la vereda o en el parque al lado de casa. Sencillamente, no nos moveremos en coche o lo haremos lo mínimo imprescindible. Tiraremos más del transporte público, claro, pero no tanto de la bicicleta y el patinete, porque no todo el mundo está en condiciones de usar lo primero y/o tiene acceso a lo segundo (que, por cierto y como opinión personal, sigue siendo jugarte la vida en esta ciudad). Estar en la acera ya no será un tópico o hábito cultural, sino una imposición material. En realidad, ambas cosas -cultura y economía- siempre están correlacionadas, pero eso no significa que lo cultural no pueda tener una autonomía propia o cierta transversalidad en lo genérico. Sin embargo, cuando es porque no hay alternativas la cosa cambia mucho. Nadie con conciencia de respeto al medioambiente, o crítico con el modelo intensivista, productivista, hiperconsumista, y todas las cosas malas acabadas en -ista, está contento porque la gente beba menos cerveza, coma menos carne o use menos el coche porque no le dé el bolsillo. Las cosas que se hacen o se dejan de hacer por motivos extrínsecos, no digamos si son materiales, no son comparables a lo que se hace o deja de hacer por convicción interna y cuando tienes alternativas. El caso es que viene un verano y un otoño con curvas, o según se mire sin ellas. En la próxima entrega intentaremos ser un poco más optimistas, sin caer en la máxima vacía del «tienes que ser positivo». De momento, nos seguimos viendo en las aceras y en las calles.