Una chica del barrio

Y me gusta vivir en él, me gustan sus calles limpias, sus parques verdes y sus bares a rebosar los fines de semana

Me gusta el barrio, pero también me gusta salir de él. Salir de fiesta, salir de cañas, salir de dudas, salir por patas, salir ganando o incluso, fíjate, salir perdiendo… Pero salir, salir de la rutina que empantana nuestra vida desde el pasado marzo.

Antes de la pandemia los jóvenes dábamos todo por supuesto, pues los de mi generación hemos nacido con la libertad bajo el brazo. Hacíamos lo que se suponía que debíamos hacer con nuestra edad: disfrutar de la vida, salir, entrar, equivocarnos, probar, y volvernos a equivocar. Sin embargo, desde hace un año, todo ha cambiado; eso que antes formaba parte de nuestra idiosincrasia, ahora es digno de los más duros calificativos: egoístas, irresponsables, inconscientes… Y ojo, no puedo estar más de acuerdo. No estoy, ni por asomo, legitimando las fiestas ilegales o cualquier otra temeridad semejante.

Soy perfectamente consciente de la situación crítica que estamos viviendo, y sé que prescindir de estos –ahora revalorizados– privilegios, no es, ni de lejos, lo peor que podría habernos pasado. Aun así, es difícil sacarme de la cabeza la sensación de que estoy perdiendo los mejores años de mi vida, de que todo a mi alrededor está en stand by, congelado, detenido, esperando a volver a pulsar el play que nos devuelva lo que era nuestro por derecho. Por desgracia, nada más lejos de la realidad; el tiempo no para, y eso que dicen los adultos, de que a partir de los 20 la vida se convierte en un tobogán empinado a toda velocidad, da vértigo.

A todo esto hay que añadirle el suplemento semanal de culpabilidad. ¿Qué hago yo, joven, sana, quejándome de estas banalidades, cuando hay millones de personas en el mundo que no volverán a ver a su abuela o a su padre? Creo que hablo en nombre de la mayoría, cuando digo que los jóvenes nos debatimos, prisioneros, entre estas dos premisas. Empezamos a lamentarnos de nuestra mala suerte hasta que recordamos que hay otros incomparablemente peor que nosotros. Y entonces, solo quedan dos opciones: la resignación, con la vacuna como luz trémula al final del túnel; y la relativización, el verlo todo desde fuera dándole la importancia que merece, ni más ni menos, y valorando las pequeñas cosas de las que aún podemos seguir disfrutando.

Paula Caz Rico