COVID-19 la tormenta perfecta, ¿qué hicimos mal en España?
Que el coronavirus era un tsunami imparable lo hemos aprendido en las últimas semanas con la constación de que, además de causar estragos dentro de nuestras fronteras, también lo ha hecho en otros grandes países occidentales como Francia, EEUU o Inglaterra. Sin embargo, naciones de nuestro entorno, que por infraestructuras y cuestiones demográficas deberían haber estado igual de expuestas que nosotros—caso de Grecia, Portugal o Croacia—no lo han sufrido igual. ¿Qué hemos hecho mal?
El mayor error que cometió España, probablemente, fue no darle importancia a los precedentes previos ocurridos en otros países como China e Italia. Y no activar el sistema de alerta epidemiológico pensando que el coronavirus no llegaría a nuestro país pese a contar con informes internacionales sólidos. Como el emitido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) el 30 de enero, que advertía de la gravedad del nuevo coronavirus, o el del Centro Europeo de Prevención de Enfermedades, que recomendaba el distanciamiento social a principios de marzo. Mientras tanto el portavoz del Ministerio de Sanidad en esta crisis, Fernando Simón, aseguraba a los ciudadanos que «España solo tendrá un puñado de casos».
Una posible explicación a este exceso de confianza podría deberse al mal recuerdo que dejó el caso de la gripe A en España en 2009. Entonces, ante una alarma similar de pandemia provocado por esa gripe, se compraron más de 35 millones de vacunas que finalmente no fueron necesarias, desperdiciando 260 millones de euros en plena crisis económica. A esto hay que unirle el resto de las distintas alarmas de pandemia que acabaron diluyéndose y quedando afortunadamente en un susto o en una especie de “cuento del lobo”. Como ocurrió con el Ébola en 2014 o el anterior SARS COV-1 en 2003, que solo afectó Asia y fue lo que debieron pensar muchos expertos de occidente que acabaría ocurriendo con este virus. Digamos que con estos antecedentes se pasó de la sobrerreacción con la gripe A a la infra-reacción con el COVID-19.
Falta de preparación
Las consecuencias de subestimar el virus y no dar peso a lo que ocurría en nuestro alrededor derivó en que el coronavirus llegara a España sin que el país estuviera preparado: sin un plan específico de detección y contención de la epidemia; sin respiradores; sin material sanitario protector y sin un trabajo previo de concienciación sobre la necesidad del distanciamiento social como principal arma para detener la cadena de contagios. La pregunta del millón es si nadie del comité de expertos del Gobierno lo vio venir. Algo que se antoja difícil de asimilar, más si cabe cuando el Ejecutivo recibió como ya hemos dicho, reiterados avisos de la OMS y la UE alertando del peligro.
Al exceso de confianza hay que añadir la enorme falta de medios y de personal cualificado para identificar el virus. España carecía de una importante preparación logística y humana para combatir el COVID-19. Según la científica Ángela Bernardo la falta de laboratorios preparados y de personal especializado para realizar las pruebas de PCR se convirtieron en el gran problema inicial para detectar a tiempo el virus. Estas carencias obligaron al Gobierno a restringir de forma considerable los criterios para la realización de pruebas de laboratorio. Lo que supuso que tanto los pacientes con síntomas leves como los asintomáticos quedaran fuera de los registros sanitarios desde el inicio real de la epidemia. Provocando que siguieran contagiando a otras personas de forma inconsciente e imposibilitando a su vez cualquier seguimiento del virus cuando comenzó a darse la transmisión comunitaria en España. Lo que derivó en que las autoridades sanitarias no se dieran cuenta hasta varias semanas después cuando ya era demasiado tarde. La detección y rastreo de los contactos en los casos leves y en los asintomáticos en esta primeras fases de la epidemia era vital para que ésta no estallara y poder trazar un mapa real de los focos de contagio.
A los criterios restringidos del Gobierno para la realización de test hay sumarle las características del propio virus, que han hecho de su contención una auténtica odisea.
En primer lugar, su largo periodo de incubación tras el contagio, que oscila entre los 5 y 14 días hasta que aparecen los primeros síntomas.
En segundo lugar, los cuadros de clínicas similares al COVID-19, como la gripe estacional común que también reporta fiebre, tos fuerte y dificultad respiratoria. Y los resfriados en los casos más leves. Estas similitudes entre coronavirus, gripe común y un simple catarro, provocaron una psicosis social que colapsaron las urgencias de los hospitales, o en su defecto el extremo contrario, dando con personas portadoras del virus que hacían vida normal sin saberlo.
Tercero, su elevada tasa de contagio, tres veces más virulenta que la de la gripe estacional común, es decir, que cada persona infectada por coronavirus, puede a su vez contagiar a otras tres personas de media.
Y en cuarto lugar, los asintomáticos: personas que no muestran síntomas mientras cursan la enfermedad y que se han convertido en la pesadilla de esta pandemia. Esta circunstancia provocó desde el primer momento que cientos de personas en nuestro país expandieran el virus con cada tos y cada estornudo sin saberlo.
El exceso de confianza, la falta de preparación y las características especiales del virus fueron la tormenta perfecta y los principales responsables de que el COVID-19 estallara con tanta virulencia en nuestro país. Están en estudio otras variables posibles a nivel internacional que también podrían influir en que el virus se cebe más en unos países que en otros: demografía, envejecimiento poblacional, se habla incluso de componentes genéticos proclives… Pero ante la falta de conclusiones claras, parece que el factor determinante para la expansión del virus es la velocidad de respuesta que tengan los diferentes gobiernos a la hora de contenerlo.
Leer másJavier Sánchez