Carmena inaugura los jardines de Torre Arias con una gran entrada
Mañana lluviosa el domingo 27 de noviembre que no impidió el aluvión de público que se presentó en la puerta principal de Torre Arias en la calle Alcalá para descubrir la última Quinta de la aristocracia felizmente recuperada para el pueblo de Madrid. La alcaldesa de la ciudad, Manuela Carmena, acompañada de las ediles del Ayuntamiento Inés Sabanés, Yolanda Rodríguez y Marta Gómez, dio el pistoletazo de salida para visitar los jardines históricos vallados por seguridad en todo el recorrido.
En la entrada de la Quinta el Ayuntamiento presentó paneles informativos para que los ciudadanos estuvieran al día de lo que se está haciendo y lo que se hará en el futuro para el disfrute de los visitantes, que han esperado mucho tiempo este día histórico y festivo. Atrás quedaron las reivindicaciones, casi siempre políticas, que han dado paso a las legítimas aspiraciones en el ámbito ecológico y conservacionista, un aspecto que lidera la Plataforma Quinta de Torre Arias (PQTA).
En el paseo de entrada los responsables municipales instalaron también paneles con explicaciones de las otras dos fincas casi colindantes, Quinta los Molinos y El Capricho, que previsiblemente abrirán sus palacetes a medio plazo llenando de contenido cultural el eje verde de la línea 5 del metro, un lujo con tres fincas que son el orgullo del pueblo madrileño y apenas conocidas al estar fuera de la almendra central de la ciudad.
Tras la presentación de la concejala presidenta de San Blas-Canillejas, Marta Gómez, habló la delegada de Medio Ambiente, Inés Sabanés, abriendo el turno de palabra bajo la carpa, por cierto mal ubicada junto a la casa de los guardeses. “Quiero dar las gracias a los jardineros municipales por el trabajo realizado y agradecer el compromiso en la reivindicación de la PQTA, a los vecinos y vecinas de Madrid para recuperar este legado histórico”.
Mesa y Cabrera, protagonistas en el acto
José Luis Mesa, presidente de la Asociación de Vecinos Amistad de Canillejas, también se felicitó por el trabajo llevado a cabo en Torre Arias. “Es un éxito de todos los madrileños que han conseguido que no se privatice este espacio (se refería a las edificaciones)”. Mesa recordó que el 25 de febrero de 2014 se celebró la primera Asamblea Abierta “para defender lo que es nuestro, con una recién creada PQTA que inició la lucha de lo que hemos conseguido. A partir de ahora la protección del agua será el eje principal de esta Quinta”, haciendo alusión a los estudios hidrográficos imprescindibles para mantener los jardines.
Andrés Cabrera, también miembro de Amistad y representando a la PQTA, recordó la pelea de todos y todas por esta Quinta. “Nos hemos concentrado todos los últimos domingos de mes a las puertas de Torre Arias y convocamos la manifestación más grande de la historia en nuestro barrio de Canillejas. Esto no sería nada sin vosotros, sin los madrileños, pero ya lo tenemos, es nuestro y se tiene que mantener y mejorar respetando todo su entorno”. Cabrera también aludió a la participación vecinal, una de las claves de todo el proceso. “Estamos esperando el Plan Especial de protección de la Quinta para dar nuestra opinión y esperamos que el Ayuntamiento nos tenga en cuenta”.
“Un parque único en el mundo”
La alcaldesa Manuela Carmena reconoció el trabajo de la PQTA y de las Asociaciones de Vecinos de San Blas-Canillejas. “Lo habéis hecho vosotros, pero estamos haciendo historia en unos jardines que son historia de Madrid, tenemos que ser capaces de querer a Madrid porque es de todos los ciudadanos”.
Carmena recordó la emoción que sintió al entrar en Torre Arias por primera vez. “Fue sorprendente y maravilloso ver la vegetación y las edificaciones, cada ladrillo es historia que hay que reconvertir para que este parque sea único en el mundo por su carácter agrícola y ganadero”.
Manuela Carmena también valoró la excelente ubicación de Torre Arias, la Quinta de la fallecida Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, ninguneada en todo este proceso y que legó al pueblo madrileño en la época de Tierno Galván. “La Quinta está en el centro de Madrid, junto al Metro que lleva su nombre y que viene como a buscar el parque; hay que cuidarlo porque es nuestro patrimonio actual y de nuestros nietos que seguirán las iniciativas. Esta es una página, pero habrá muchas más para escribir, con sentido común, solidaridad, generosidad y humanismo”.
Por último Carmena aludió a la actualidad internacional. “Parece que los principios ahora se tambalean como en EEUU, pero Madrid es y será una gran isla de solidaridad y este parque es un ejemplo de ello, es único y estará abierto a todos los madrileños; entre todos abriremos esta página de la Quinta de Torre Arias”.
Fersman y los cardos de la Quinta de Torre Arias
Adrian Woods | Plataforma Quinta de Torre Arias
Mi abuelo no pudo asistir a la apertura oficial de la Quinta de Torre Arias. Falleció hace unos meses y no verá cumplido su deseo de pasear otra vez por sus caminos y beber de sus manantiales centenarios.
Según escribo estas líneas, contemplo una concha antiquísima que me dejó con su escritorio, silla favorita y libros de geología. Verla me recuerda nuestros paseos por el barrio y las historias que me contaba sobre lo que pasó aquí durante la Guerra Civil.
No era más que un chaval y solía acompañar a Don Abelardo, a quien hacía recados y llevaba los bultos ya que el viejo era cojo y no podía con el peso. Al llegar el General Miaja a la Quinta de Torre Arias habían huido los aristócratas, dejando solamente un par de mozos que se encargasen de alimentar a los animales.
El General mandó poner guardia en todas las puertas y que no se sacara del recinto ni un alfiler sin su permiso. Llamaron a Don Abelardo, que tenía buena letra y sabía hacer cuentas, y el militar le nombró Factor de la Quinta, ordenándole preparar un inventario exhaustivo de lo que allí había y llevar un estricto control escrito de todo lo que entraba y salía de la finca.
El abuelo pasó semanas ayudando a Don Abelardo a hacer listas de todos los animales, de los sacos de piensos, montones de heno, minerales molidos y paja para cubrir los suelos de los establos, utensilios para ordeñar y hacer queso, herramientas, aperos equinos, de las ollas, cuberterías y vajillas que había en las cocinas y otras dependencias, muebles dentro de los edificios y un sinfín de objetos dentro del palacio. La biblioteca no parecía tener ningún inventario propio y, al ver que tardarían meses en dar cuenta de todo, optaron por cerrar la puerta con llave e informar al General que esta se encontraba a disposición en el despacho del Factor.
El asedio de Madrid duró mucho y escaseaban cada vez más los víveres, a pesar de poder disponer de los animales y del huerto de la Quinta, pero se llevó el inventario a rajatabla hasta el último día. Finalmente, cuando evacuaron a las últimas tropas, Don Abelardo había enfermado y mi abuelo se quedó solo en la finca con los mozos de las cuadras. Seguía siendo un chaval, aunque con un par de años más, a quien la pelusilla del bigote empezaba a asomar en el labio superior.
Los soldados rebeldes, rebautizados ‘Nacionales’ irrumpieron en la finca por la puerta principal en la Carretera de Aragón y subieron con un camión al patio del palacio donde procedieron a sacar muebles y objetos del palacio y a quemar papeles en una fogata que hicieron. Con paso firme, el abuelo salió del despacho del factor, cruzó el patio y se dirigió al oficial de más rango.
«Señor, como ayudante del Factor, es mi deber hacerle entrega del inventario y el libro mayor puestos al día.» Sorprendido, el oficial tomó los libros y hojeó las páginas minuciosamente rellenas en la pulcra letra de Don Abelardo, aunque al final había algún apunte hecho por mi abuelo en los últimos días cuando el viejo había faltado. De repente el militar echó los libros encima de la fogata y le espetó «¡Inventario! ¡Lárgate de aquí mocoso rojo antes de que te pegue un tiro!» Giró y siguió supervisando el saqueo del palacio.
El año pasado, paseábamos por la calle Alcalá y nos detuvimos ante el portón donde entraron los soldados hace décadas. Habían talado muchos árboles y desbrozado ingentes cantidades de malezas que habían crecido durante el declive y abandono de la finca. El abuelo quedó absorto en sus pensamientos, con la mirada fija en un enorme cardo que se erguía cerca del camino de entrada.
«Alejandro», me dijo, «¿Ves ese cardo?». Me empezó a contar que en ese mismo lugar, ante lo que probablemente era ancestro de ese mismo cardo que había crecido y dejado caer su semilla allí, acompañado de los mozos de la Quinta, recibieron una lección magistral del famoso geoquímico ruso Aleksandr Fersman.
Fersman llegó a la ciudad asediada de Madrid para inspeccionar la maravillosa colección de fósiles que se guardaba en la biblioteca del Palacio de la Quinta de Torre Arias. Le correspondió al abuelo buscar la llave y acompañarle en la visita. Don Aleksandr pasó unas horas examinando los cajones y vitrinas de minerales y fósiles, tomando notas en una extraña caligrafía extranjera.
Terminado la visita, Don Aleksandr se detuvo en el camino antes de llegar a la salida para admirar un cardo que le llegaba al hombro, totalmente reseco y apergaminado, con hojas pálidas que parecían alas de murciélago. El geólogo habló largo rato de la maravilla de los elementos minerales y de los misterios de la genética de las plantas; de como una semilla caída al suelo tenía toda la información para establecer una auténtica fábrica química y de construcción. El hierro la permitía hacer fotosíntesis, energía del sol para que la planta pudiera seguir construyendo ese rascacielos, esa torre con sus contrafuertes y columnas, todo hecha de sílice, con elementos que el cardo saca del aire y de la arena del suelo, generación tras generación.
El ruso hurgó en los bolsillos de la americana y sacó una concha. Dijo que cuando los minerales no están dentro de las plantas o los animales, la erosión los lleva por los ríos hasta el fondo del mar donde las criaturas marinas los usan para formar sus conchas, como el amonites, un molusco extinguido hace millones de años. «¡Toma camarada!» le dijo a mi abuelo, ofreciéndole la concha fosilizada. «Cuídala bien. Me la dio Neruda en el Café Gijón hace un par de días. Es de su tierra, Chile.»
Y mientras el abuelo y yo contemplábamos el cardo maravilloso, pasó un jardinero delante de nosotros, lo segó, lo dobló en tres trozos y lo metió en un saco de basura.